¡A levantarse, a levantarse!
Una lista de recuerdos que nació en un ejercicio de escritura y memoria propuesto en la Escuelita de Autoras. Hoy lo publico porque es su día, y porque todavía me acuerdo.
Me acuerdo de las mañanas en las que mi papá nos despertaba a mi hermana y a mí gritando: “¡A levantarse, a levantarse!”. A Amanda siempre se le ha hecho fácil, muy de mañanas ella. Ya a las 6:40 estaba bien armada con su morral de rueditas para ir a la escuela. Yo, por el contrario, desde que tengo uso de razón he hecho un pacto con la sábana para que las dos nos quedemos bien pegaditas al colchón, hasta que ya no haya más opción que enfrentarse a la dura realidad de pararse temprano. Una tarea titánica para mí.
Me acuerdo de las veces que mi papá nos dejaba en la escuela de camino a su trabajo, a una hora y cuarenta y cinco minutos del pueblo donde vivíamos. Era lejos, y por eso había que despertarse en serio cuando apenas abría la puerta con aquel escándalo de vendedor de plátanos. Quizás un poco exagerado, pero cien por ciento efectivo.
Me acuerdo de pasar a recoger a mi mejor amiga de la infancia. Su casa no quedaba en nuestra ruta. De hecho, teníamos que ir literalmente hasta el otro lado del pueblo para buscarla y luego encaminarnos de vuelta a la escuela. Por mucho tiempo que ese desvío le pudiese costar, a mi papá no parecía importarle. Usaba casi todo su tiempo libre para estar con sus hijas. Lo disfrutaba.
Me acuerdo de los reencuentros con él cuando volvía a casa. De cómo voluntariábamos para quitarle las botas. No recuerdo quién nos inculcó esa práctica. No tengo claro si nos lo pidieron alguna vez y luego lo seguimos haciendo, movidas meramente por la diversión y la satisfacción que generaba ayudar a nuestro papá a deshacerse de aquellas botas gigantes y pesadas, que seguramente le anclaban tanto los pies al suelo que solo moverlos implicaba un gasto enorme de energía.
Me acuerdo de las películas que veíamos en el porche, sentadas en el piso con las piernas estiradas y los brazos hacia atrás para sostenernos. Descansábamos con mi papá, como si hubiésemos vivido nosotras también toda su jornada de trabajo.
Me acuerdo de las veces que me llevó a pescar. Nos metíamos en lagunas poco profundas para ver qué encontrábamos. No recuerdo haber tenido suerte, más allá de la taricaya que atrapé una vez. Creo que era muy inquieta para los peces porque no paraba de moverme; me ganaba la hiperactividad. No sabía lo que era quedarme parada esperando, inmóvil, quieta… aún no lo sé.
Me acuerdo de mis idas al médico y de las cocadas que me brindaba cuando estábamos por Barcelona o Puerto La Cruz. También recuerdo las que preparaba en casa. Tenía un talento enorme para hacerlas: cremosas, refrescantes, ni tan dulces ni tan simples. Me alegra que mi intolerancia a la lactosa no haya aparecido hasta años después. Si hubiese llegado antes, me habría perdido la dicha de probarlas.
Me acuerdo de las navidades. De las de Guanape, y las de Guanaguana. De las estrellitas y los fuegos artificiales. Del set de ollitas que me regalaron mi mamá y él. De las bicicletas que nos compró a mi hermana y a mí. Del pernil fallido de la cena de fin de año del 2005.
Me acuerdo de las salidas en familia. De los viajes a la playa y a la ciudad. De la vuelta canela que dimos en la Terios, con mi mamá de copiloto y los morochos aún en el saco. De aquel viaje laaaargo que hicimos los cinco para inaugurar el 2007, el último enero de su calendario. El mismo mes en que supo que sería abuelo, y que su familia se expandía en la panza de mi hermana mayor.
Me acuerdo de él, de mi papá, de las vivencias sobre las que escribí arriba, y de muchas otras que guardo en los tomos gordos de mis recuerdos. Me hace feliz acordarme y hacer estos ejercicios de memoria porque es la única forma que tengo de traerlo al presente.
Desde hace 18 años no oigo sus llamados para despertarme en las mañanas, pero su voz y su energía aparecen siempre en mi búsqueda de motivación. Justo lo hicieron para que yo escribiera esto.
Feliz día, papá.
¡A levantarse, a levantarse!